Había otra vez una mujer cuya vida era jugar al ajedrez. Nadie sabía quién le enseñó, pero jugaba como un sabio, inquebrantable, sin fisuras de impaciencia ni pasión. Era, además, una mujer poderosa. Dueña y soberana de valles, de ovejas y canarios, mil eunucos la seguían. Muchachas dulcísimas tocaban el laúd para ella. Viejas de cien años la aconsejaban... Era tanta la súplica que despertaba su amor, que decidió publicar un bando conciliatorio, jurando que se entregaría en cuerpo y alma a quien fuera capaz de vencerla en el ajedrez... El ajedrez es justo y equitativo como la muerte. A todos nos toca perder, a todos nos toca morir.